Concha Espina: La niña de Luzmela

 


Sin lugar a dudas le daré otra oportunidad a Concha Espina, porque esta primera novela que ella escribió (y que yo he leído suya) digamos que … está bien … para ser una “primera” novela (aunque ha habido momentos en lo que he pensado que estaba muy mal escrita, cosa rara en mí, pensar eso). Pero no quiero ser injusto y reconocer que, si siempre tiene mérito escribir, hacerlo, publicar y tener éxito es algo notable. Y Concha Espina logró todo eso y más.

Según leemos en el Prólogo a las Obras completas a manos de su hijo Víctor de la Serna, con La niña de Luzmela (1909) alcanzó el éxito literario, “despachó” al marido (que no estaba dispuesto a reconocer el mérito de su mujer) y se fue a vivir a Madrid con sus hijos y ganarse la vida con la escritura. Por su carácter y pensamiento (conservador, católico), no encajó en el mundo literario del momento (y probablemente en el mundo literario español ya de todos los tiempos una vez la dictadura acabó). Candidata al Nobel en varias ocasiones, casi lo consigue en 1926, año que lo obtuvo Grazia Deledda. Luego llegó el 36 y el hachazo que sufrimos (como país) nos dejó una Concha Espina a un lado de la herida.

Cuando empiezas La niña de Luzmela te da la sensación de que Concha Espina ha recogido trozos de las novelas de varios autores españoles y ha hecho un refrito. Don Manuel de la Torre es un hombre rico que vive en Luzmela con una niña (hija bastarda) y tiene como protegido a un joven llamado Salvador, a quien también la maledicencia considera hijo suyo. No obstante, él se lo desmiente y al morir, aunque pone a cargo de su hermana a la niña, le encarga al joven cuidar de ella y de parte de la fortuna. Poco antes de morir descubre que la niña tiene miedo de la tía y sospecha que se ha equivocado, pero no llega a tiempo de cambiar sus últimas voluntades.

Descubrimos entonces que la niña de Luzmela ha caído en manos de una familia odiosa. Digamos que solo una cláusula testamentaria del padre “putativo” evita que la maten. La niña, además, se deja arrastrar por un sentimiento místico-religioso y se convence que su sino es sufrir, como la Leré de Ángel Guerra .

La brutalidad de El maestrante de Palacio Valdés, la maldad de la familia de Dulcenombre en Ángel Guerra, la sobriedad y buen juicio de Don Manuel de la Torre que nos recuerda a la de Don Celso de Peñas Arriba, ese Salvador que tiene algo de Capitán Ribot o del Agustín de Tormento, se nos vienen a la mente; casi todo nos recuerda a algo o a alguien.

No obstante, hay que reconocer que Concha Espina nos propone un par de giros tremendamente personales que nos hacen vislumbrar un carácter singular que estoy convencido encontraré más desarrollado en alguna de sus obras posteriores.

 

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