Armando Palacio Valdés: La alegría del Capitán Ribot

 


Tras leer La hermana San Sulpicio (1889) me dije que de Palacio Valdés leería más novelas. Primero porque me gustó mucho aquella novela. Y después porque, al morir en 1938, es un escritor de los dos siglos y me pica la curiosidad por ver si en sus obras se nota el tránsito de uno a otro.

Me decidí por La alegría del Capitán Ribot (1899) porque Clarín la compara con Entre naranjos (1900) de Blasco Ibáñez y vi la oportunidad de leer otra novela también de nuestro gran escritor valenciano (para compararlas).

El mismo país (Levante) ha sido pintado de modo admirable, ha poco, por otro novelista, Armando Palacio en su Alegría del capitán Ribot. El terreno viene a ser el mismo; para el espectador es diferente. Palacio es nervioso... bilioso... y su musa algo linfática. Ve lo mismo que Blasco, y ve otra cosa. Donde Blasco encuentra perfumes alcahuetes del pecado, Palacio, más curtido, más equilibrado, ve un apacible escenario para un drama de la virtud. Donde Leonor sucumbe, Ribot se abstiene. Los dos son originales, absolutamente. Y si va a Valencia Galdós, además de ver lo que nadie ha visto todavía... cuenta todos los naranjos.

En esta novela Palacio Valdés nos presenta un personaje atípico: el Capitán Ribot. Desde el principio la prosa seria, sobria, como diciendo “esta historia no es de risa”, nos muestra una novela muy diferente a La hermana San Sulpicio. No estamos en Sevilla, pero Valencia es una tierra amable, en este caso descrita hacia el mar y sus playas, normalmente retratada con cierta festividad y alegría de sus gentes y paisajes. Sin embargo, este libro nos habla de un amor prohibido por la moral.

«No creo —comenta Alas— que haya muchas novelas cuyo asunto sea el valor con que un hombre enamorado de la mujer del prójimo sabe abstenerse de intentar siquiera la satisfacción de su anhelo»(En: Clarín y Armando Palacio. Y. Lissorgues).

Estos dos últimos años he asistido a cursos sobre Coeducación. Una de las conclusiones que habitualmente se obtiene es la falta de ejemplos de hombres no violentos, competitivos, mujeriegos…, es decir, el típico patrón de “macho”. Este Capitán Ribot podría ser uno de los referentes que se echan en falta.  Sin lugar a duda es un hombre muy especial. Un hombre capaz de llorar. De saltar a las aguas para salvar a alguien. De acompañar a los amigos. De evitar la violencia sin temer con ello que alguien lo menosprecie. De sacrificar el deseo ante la obligación moral de su tiempo. Él y ella. Ya vimos algo parecido en Pedro Sánchez (1883). Pero aquí se va todavía más lejos. Cuando Cristina queda viuda, incomprensiblemente me atrevo a decir, Ribot y ella deciden mantenerse como amigos para evitar que nadie pueda llegar a pensar que estaban esperando a que se muriese el marido para “legalizar” su situación. La alegría  a la que el título parece referirse, salvo que uno se lo tome a guasa, es la que supone ser un hombre íntegro, de una estatura moral sin precedente.

Está bien.

 

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