J. M. de Pereda: Peñas arriba



Creo que dentro de poco tiempo habrá desaparecido (quizás ya no quede ni rastro) ese impulso que la pandemia de COVID generó el verano pasado de abandonar la ciudad para ir a entornos rurales o localidades con poca población. No lo puedo asegurar, pero diría que incluso un director de cine joven dijo algo así como “antes los que vivían en los pueblos eran considerados paletos, ahora es al revés, los que quieren permanecer en las ciudades son los paletos”. Es un vago recuerdo que no he podido confirmar…

El asunto es que me decidí por leer Peñas arriba de Jose María de Pereda un poco porque esperaba encontrar en el libro algo parecido a lo que una persona de hoy en día sentiría al querer dejar la ciudad e ir a un valle profundo entre las montañas. Y también porque esperaba encontrar en la prosa de Pereda un bálsamo parecido al de Proust. La idea de que hay lecturas sanadoras cada vez encuentra más cabida en mi pensamiento.  No es la primera vez que lo digo. Creo que el estilo de un autor puede ayudar a encontrar tranquilidad a quien lo lee. Así como puede excitarlo también, llenarle de interés y ansiedad por saber qué va a pasar, obsesionarle por lo que ocurrirá al final, por lo que ocurrirá después… En diferentes momentos de la vida  necesitamos lecturas de un tipo o de otro, como escuchar a Mozart o a Bach, pop español actual o rock americano de los 70s.  En este sentido Peñas arriba no defrauda.

La historia empieza con el llamamiento de Don Celso, señor que vive en las montañas cántabras y que sufre una enfermedad mortal, a su sobrino y único pariente “cercano”, Marcelo, que vive en Madrid. Marcelo confiesa entonces:

Como buen madrileño, amaba a Madrid sobre todas las cosas de la tierra, y después de Madrid, a sus similares de España y del extranjero: las más grandes y más alegres capitales del mundo civilizado. Lo que quedaba entre unas y otras, me tenía sin cuidado, y pasaba sobre ello, para ir adonde fuera, como insensible proyectil que lleva el paradero determinado desde su punto de origen.

Marcelo decide ir a ver a su tío y conocer aquellos parajes y sus gentes. Arropado por los amigos de su tío y toda la gente de “Tablanca” (nombre ficticio que dicen corresponde a Tudanca), conocerá las altas cumbres, los fríos inviernos, sus temporales mortales, la bondad de la gente, la maldad y peligros de algunos también, la caza del oso, el régimen casi feudal, romántico, que se mantiene por allí, el día a día, los trabajos, la labor de conservación y cuidado necesaria que hace su tío, el médico, el cura…

En una conversación con el médico del lugar éste le dice:

Madrid, Sevilla, Barcelona... París, la capital que usted quiera, ¿pasa de ser una jaula más o menos grande, mejor o peor fabricada, en la cual viven los hombres amontonados, sin espacio en qué moverse ni aire puro que respirar?

Y en lo referente a las gentes:

…donde quiera que había hombres, cultos o incultos, había debilidades, roñas y grandes flaquezas; pero que, roña por roña, flaqueza por flaqueza y debilidad por debilidad, prefería la de los aldeanos, que muy a menudo le hacían reír, a la de los hombres ilustrados, cuyas causas y cuyos fines, por su abominable naturaleza y sus alcances, casi siempre le ponían a punto de llorar.

Aunque en la novela lo principal es la descripción de la grandeza natural y el comportamiento de las gentes, incluye un par de motivos de interés o tensión. Por un lado, la caza del oso, que ahora nos parece horrible ya que es una especie protegida y en la novela sirve como motivo de regocijo y valor. Por el otro la relación de la criada del tío con un hombre que la abandonó y vuelve después de mucho tiempo acompañado con otros maleantes para extorsionarla. Con ello Pereda no renuncia a ciertos elementos no puramente descriptivos.

Me ha gustado mucho. Creo que es una novela interesante (y sanadora). Aunque no creo que se note en la novela, Pereda quiso empezarla con un recuerdo a su hijo quien murió cuando le faltaban algunos capítulos para acabarla:

Hacia el último tercio del borrador de este libro, hay una cruz y una fecha entre dos palabras de una cuartilla. Para la ordinaria curiosidad de los hombres, no tendrían aquellos rojos signos gran importancia; y, sin embargo, Dios y yo sabemos que en el mezquino espacio que llenan, cabe el abismo que separa mi presente de mi pasado; Dios sabe también a costa de qué esfuerzos de voluntad se salvaron sus orillas para buscar en las serenas y apacibles regiones del arte, un refugio más contra las tempestades del espíritu acongojado; por qué de qué modo se ha terminado este libro que, quizás, no debió de pasar de aquella triste fecha ni de aquella roja cruz;

 

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