Benito Pérez Galdós: El doctor Centeno

 


Hay algo especial en Galdós que se me hace irresistible. Cuando acabo de leer un libro y me pongo a pensar en el siguiente que voy a leer, se me va la vista a los tomos de sus obras completas y, tras leer la introducción o parte de la siguiente novela que cronológicamente aparece no puedo dejar de empezarla. Tras la peculiar El amigo Manso viene El doctor Centeno (1883).

Felipe Centeno es un chavalín que ya ha aparecido en otras novelas: Marianela y La familia de León Roch. Nos lo encontramos al principio de esta novela medio desfallecido echado en un banco. Pasan junto a él Alejandro Miquis y Juan Antonio de Cienfuegos. El primero, que también aparece antes en La desheredada, aunque los protagonistas son sus hermanos y familiares, se apiada del muchacho y lo toma como sirviente. Hecho paradójico pues enseguida nos damos cuenta de que Alejandro es un bobalicón manirroto, sin un duro, que es feliz ayudando a todo el mundo, aunque para ello tenga que sacarse el pan de la boca.  Aunque el libro se titule así, lo que vamos a presenciar realmente es un episodio de la vida de Alejandro Miquis.

Estudiante de leyes, está en Madrid para asistir a la Universidad, pero con sus amigos de “residencia” (casa o posada que habitan varios estudiantes y otros personajes galdosianos), se dedica a vivir como bohemio y escribir dramas en verso con los que espera triunfar. No es un perdido vividor. Cierto que hay una mujer que se ha apoderado de su corazón (y de todos sus cuartos cuando alguno tiene), pero Alejandro simplemente es un soñador. Galdós nos retrata un Madrid miserable. Miserable por dos motivos: uno, obviamente, es la escasez de dinero y trabajo. El otro, la miseria moral de los amigos y conocidos de nuestro héroe. Cuando pueden se aprovechan de la munificencia del joven. Y cuando aquel les necesita lo abandonan a su suerte y le critican diciendo que está en esa situación únicamente por su culpa. Centeno es el único que se muestra fiel. Tanto que cuando ve que su amo derrocha dinero y comida calla y aprieta los puños porque Alejandro le ha dicho que él es así y así quiere seguir siendo.

Copio estos dos párrafos que me han llamado especialmente la atención:

Acuérdate, lectorcillo, de cuando tú y yo y otras personas de cuenta vivíamos en casa de doña Virginia, y considera cómo el rodar de los tiempos, dando la vuelta de veinte años, ha cambiado cosas y personas. La casa ya no existe; doña Virginia y su marido, o lo que fuera, Dios sabe dónde andan. Ni les he vuelto a ver ni tengo ganas de encontrármeles por ahí. Aquellos guapos chicos, aquellos otros señores de diversa condición, que allí vimos entrar, permanecer y salir, en un período de dos años, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto bullicioso estudiante, qué de tan variada gente?

Detente, memoria, deja a un lado las tristezas y prueba a referir lo pasado y pintar el teatro de tan grandes sucesos y notables personas, sin interrumpir tu narración con ayes lastimeros. Procura reproducir, si para ello tienes poder bastante, aquel largo pasillo, con tres vueltas, parecido a una conciencia llena de malicias y traiciones, aquella estera rota, tan peligrosa para el que andaba un poco de prisa, aquellos cuartos que al angosto pasillo se abrían, aquella sala y gabinete donde se aposentaban los huéspedes de campanillas, aquel olor de fritanga que desde la cocina se esparcía por toda la casa saliendo hasta la escalera para dar el quién vive a todo el que entraba.

 

 

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