M. Proust: La fugitiva o Albertina desaparecida

 

La vida carece completamente de sentido. Esto es necesario reconocerlo pronto para poder superarlo y prepararnos para la muerte libres de las cadenas dolorosas que sobre nosotros se apresuran a colocarnos religiones, filosofías, doctrinas, creencias, relaciones, hijos y familia. Yo ya no creo que cumpla cincuenta años más, pero tengo la suerte de, al mirar atrás, poder ver ya muchas cosas. Puedo verme, con un puñado de  años, leyendo Por el camino de Swann y me pregunto hasta dónde la simiente que plantó en mí su lectura es responsable de lo que soy y de cómo soy. Y esto, conocernos, conocer el mundo, sí que tiene sentido.

Proust murió a los 51 años, edad que yo estoy a punto de superar. En la nota biográfica del libro leemos:

Desde 1905, año de la muerte de su querida madre, se recluyó en su hogar y volcó todo su tiempo en la escritura de su obra más importante, «En busca del tiempo perdido» (1913-1927), caracterizada en su narrativa por su ahondamiento en la introspección personal y en el retrato psicológico de sus personajes.

Los tres últimos tomos, La prisionera, este y El tiempo recobrado, como ya dije en la anterior reseña, se publicaron póstumamente. Sobre este tomo que acabo de leer hay discusiones sobre el título La fugitiva (que Proust evitó para que no se confundiera con un libro de Tagore), o Albertina desaparecida.  También hay ediciones con notas a pie de página incluyendo párrafos que se encontraron en manuscritos que aparecieron mucho después de la primera edición de 1925 (Yo tengo tres ediciones de este libro). Esto hace que, en esta ocasión más que en La prisionera, el efecto de obra no pulida sea notable. No obstante, Albertina desaparecida es la pieza clave para dar sentido global y acabado a En busca del tiempo perdido.

Antes de comentar cómo consigue Proust con el tomo más corto de todos dar sentido global y completo a su gran obra de arte quisiera volver a la reflexión inicial de mi reseña. Cuando hace unos días leía en La Literatura en peligro aquello de que la literatura

No es que sea ante todo una técnica de curación del alma, pero en cualquier caso, como revelación del mundo, puede también de paso transformarnos a todos nosotros desde dentro,

coincidía con la vuelta a la lectura de Proust y pude sentir entonces ese efecto curativo del que nos habla Tódorov. Como todo el mundo reconoce, para bien o para mal, el personal estilo de Proust está caracterizado por su tempo lento y moroso. Como nos alertaba Chui-Han en La sociedad del cansancio, en este mundo desquiciado en el que vivimos, no es de extrañar que el efecto de este estilo sea demoledor para muchas personas afectadas por sus trastornos. Algunos no queremos dejarnos llevar por el frenesí y estrés de la sociedad de consumo y la lectura de Proust es como asistir al sicólogo o a una terapia de grupo en busca del sosiego perdido. Por otro lado, es posible que haya gente a la que Proust no le gusta. El origen del desagrado de la lectura de Proust puede que no sea entonces “patológico” sino, como dice también Tódorov en el libro que ya he mencionado anteriormente, la causa de no encontrar el valor (reinterpreto) se encuentre en el propio lector:

Al lector le corresponde sacar de «un libro la moralidad que debe encontrarse en él». Si no sucede así, quiere decir que el libro es malo o que el lector es imbécil.

Para que no se me acuse de tajante en exceso, demos cabida, como si al pensar en las opiniones se nos extendiese un arco iris sobre nuestras cabezas con las diversas opiniones que, entre el ultravioleta que podría corresponder a los que sufrimos algún tipo de trastorno y notamos cierto alivio, y el infrarrojo de los que Tódorov denuesta, considerando a Proust un referente literario universal, elogian o critican su lectura con mayor o menor entusiasmo.

En mi caso, por si no ha quedado claro lo repito, leer a Proust no solo es un placer, sino que se ha convertido en una terapia. El narrador de “La busca” se nos ha ido desvelando sin tapujos desde la primera frase del primer tomo. Ya sabemos que es un hombre que sufre, posiblemente, un trastorno obsesivo compulsivo con Albertina, a quien intentó mantener prisionera en su casa. A pesar de esto, reconocemos que el texto, narrado desde un futuro incierto, entremezclando momentos diferentes de su vida, nos llena de esperanza pues todo nos hace pensar que es un hombre que ha superado su trastorno gracias a la descripción detallada de su mundo interior, familiar y el entorno de amistades y conocidos.  No porque el acto de contar sea sanador; más bien, porque la introspección, la mirada atenta, la observación de los comportamientos, de la alta sociedad, de los sirvientes, de los artistas, de nosotros mismos ante todo ello, permite, finalmente, conocernos, aceptarnos, curarnos.

Por eso en este tomo la obra alcanza la plenitud de globalidad que hasta ahora no se observaba con claridad. Albertina desaparece. Ya nada ni nadie puedo lograr que vuelvan juntos. Todo se derrumba y él todavía quiere saber si Albertina le fue fiel o mantenía relaciones lésbicas. Los celos le angustian, la obsesión le corroe. Y entonces, cuando viaja a Venecia con su madre, el mundo que sigue existiendo a pesar de todo, ese mundo que nos ha descrito con detalle en los cuatro primeros tomos, se agita con una serie de casamientos y le hace darse cuenta de que se ha quedado fuera de casi todo. Sus amigos se casan, tienen amantes, la aristocracia se mezcla con los burgueses y él retoma la conciencia y el orden gracias a la amistad con Gilberta.  La primera joven de quien se enamoró que, casada ahora con el su mejor amigo Robert de Saint-Loup, le confiesa que ella también estuvo enamorada de él. La vida ha pasado. Las pasiones, la timidez, la obsesión le han jugado una mala pasada. Pero no está todo perdido:

 Es que en este mundo, en el que todo se desgasta, todo perece, hay algo que cae en ruinas, que se destruye aún más completamente y deja aún menos vestigios que la belleza: la pena.

 

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