Miguel de Unamuno: Abel Sánchez
Abel
Sánchez (una historia de pasión) se publica por primea vez en 1917.
Es una novela corta en la que Unamuno nos hace una especie de reescritura
actualizada del relato bíblico de Caín y Abel. Aunque el título es el de
Abel Sánchez, el verdadero personaje es Joaquín Monegro.
A partir de lo que Joaquín
considera una jugarreta de Abel, asistimos a los efectos de la envidia
del primero sobre el segundo. Amigos desde siempre, Joaquín, aunque
lucha consigo mismo, interpreta toda su vida en contraposición a la del otro. Abel
tiene éxito, se casa con amor, tiene hijos virtuosos, es buena persona y
considerado. Joaquín lo odia. Pero al mismo tiempo se da cuenta de su
odio y cada vez que planea alguna venganza la cosa no le sale bien.
La historia es predecible y no nos
llega a sorprender casi en ningún momento. Quizás lo más interesante es la
forma y su estructura. Son capítulos cortos, impresionistas, deslocalizados en
el tiempo y el espacio, con mucho diálogo en el que, de nuevo (como en Niebla),
aparecen algunas referencias al Sentimiento
trágico de la vida. En especial al problema de no querer ser uno mismo
o querer ser otro.
Unamuno nos dice en el
prólogo de 1924 que la envidia de la que nos habla en sul ibro se ha
desarrollado en España tanto que se ha convertido en un serio problema:
Salvador de Madariaga,
comparando ingleses, franceses y españoles, dice que, en el reparto de los
vicios capitales de que todos padecemos, al inglés le tocó más hipocresía que a
los otros dos, al francés más avaricia y al español más envidia Y esta terrible
envidia, phthonos de los griegos, pueblo democrático y más bien
demagógico como el español, ha sido el fermento de la vida social española. Lo
supo acaso mejor que nadie Quevedo; lo supo fray Luis de León Acaso la soberbia
de Felipe II no fue más que envidia “La envidia nació en Cataluña”; me decía
una vez Cambó en la plaza Mayor de Salamanca. ¿Por qué no en España? Toda esa
apestosa enemiga de los neutros, de los hombres de sus casas, contra los
políticos, ¿qué es sino envidia? ¿De dónde nació la vieja inquisición, hoy
rediviva?
Y al fin la envidia que yo
traté de mostrar en el alma de mi Joaquín Monegro es una envidia trágica, una
envidia que se defiende, una envidia que podría llamarse angélica: pero ¿y esa
otra envidia hipócrita, solapada, abyecta, que está devorando a lo más indefenso
del alma de nuestro pueblo? ¿Esa envidia colectiva? ¿La envidia del auditorio
que va al teatro a aplaudir las burlas a lo que es más exquisito o más
profundo?
En estos años que separan las
dos ediciones de esta mi historia de una pasión trágica -la más trágica acaso-
he sentido enconarse la lepra nacional, y en estos cerca de cinco años que he
tenido que vivir fuera de mi España he sentido cómo la vieja envidia
tradicional -y tradicionalista- española, la castiza, la que agrió las gracias
de Quevedo y las de Larra, ha llegado a constituir una especie de partidillo
político, aunque, como todo lo vergonzante e hipócrita, desmedrado; he visto a
la envidia construir juntas defensivas, la he visto revolverse contra toda
natural superioridad. Y ahora, al releer por primera vez mi Abel Sánchez para
corregir las pruebas de esta su segunda --y espero que no última- edición, he
sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuán superior es,
moralmente, a todos los Abeles. No es Caín lo malo; lo malo son los cainitas. Y
los abelitas.
¿Queda algo de aquella España en
nuestra España?
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