Miguel de Unamuno: En torno al casticismo

 


En torno al casticismo apareció como libro, si no estoy equivocado, en 1902. Sin embargo, los cinco ensayos de los que consta son anteriores, de 1895.  Unamuno y Ganivet fueron buenos amigos. No es de extrañar que algunas ideas que aparecen en su Idearium también las encontremos aquí. De hecho mi intención original fue hacer una única reseña de ambos libros. Puede que por eso no incluyera en la reseña al Idearium un par de ideas demasiado importantes para no haberlas mencionado entonces. Por un lado, el retrotraerse a Séneca, como un primer escritor en el que se fragua el carácter español y, más importante todavía, diagnosticar la enfermedad de la sociedad española del momento: la abulia.

Fijémonos en los títulos de los cinco ensayos de Unamuno:

 Nos habla Unamuno de lo “casto” y “clásico”.  Ejemplo de ambos caracteres cree Unamuno que es lo castellano.

Castilla ocupaba el centro, y el espíritu castellano era el más centralizador, a la par que el más expansivo, el que para imponer su ideal de unidad se salió de sí mismo.

Y para él lo casto es lo auténtico, lo puro, lo que forma la intrahistoria, lo popular, lo que uno se encuentra al visitar esos pueblos castellanos tan auténticos. Y lo clásico es lo universal. Aquello que perdura en el tiempo porque es, sencillamente, humano. Dónde encontrar ese espíritu (castellano, doblemente casto y clásico), en nuestros clásicos del Siglo de Oro, especialmente en Calderón, en El Quijote, en los místicos: Santa Teresa, San Juan y Fray Luis.

Casticísimo es en nuestras letras castizas el teatro, y en éste, el de Calderón, porque si otros de nuestros dramaturgos le aventajaron en sendas cualidades, él es quien mejor encarna el espíritu local y transitorio de la España castellana castiza y de su eco prolongado por los siglos posteriores, más bien que la humanidad eterna de su casta; es un "«símbolo de raza»".

Santa Teresa y San Juan de la Cruz, nada hombruna aquélla, nada mujeril éste, son excelentes tipos del homo que incluye en sí el vir y la mulier.

El ministro por excelencia de su consorcio fue el maestro León, maestro como Job en infortunios, alma llena de la ardiente sed de justicia del profetismo hebraico, templada en la serena templanza del ideal helénico. Platónico, horaciano y virgiliano, alma en que se fundían lo epicúreo y lo estoico en lo cristiano, enamorado de la paz del sosiego y de la armonía en un siglo "«de estruendo más que de sustancia»"

A ese arte eterno pertenece nuestro Cervantes, que, en el sublime final de su Don Quijote, señala a nuestra España, a la de hoy, el camino de su regeneración en Alonso Quijano el Bueno; a ése pertenece, porque de puro español, llegó a una como renuncia de su españolismo, llegó al espíritu universal, al hombre que duerme dentro de todos nosotros. Y es que el fruto de toda sumersión hecha con pureza de espíritu en la tradición, de todo examen de conciencia, es, cuando la gracia humana nos toca, arrancarnos a nosotros mismos, despojarnos de la carne individualmente, lanzarnos de la patria chica a la Humanidad.

Cualquiera que conozca algo de nuestra literatura sabe que A. Machado impregnó mucha de su poesía del paisaje castellano. Similarmente, entre estos ensayos encontramos algunas páginas realmente hermosas en las que se describe ese paisaje.

Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas, sin divisar apenas más que la llanura inacabable, donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas encinas, de verde severo y perenne, que pasan lentamente espaciadas, o de tristes pinos que levantan sus cabezas uniformes. De cuando en cuando, a la orilla de algún pobre regato medio seco o de un río claro, unos pocos álamos, que en la soledad infinita adquieren vida intensa y profunda. De ordinario, anuncian estos álamos al hombre; hay por allí algún pueblo, tendido en la llanura, al sol, tostado por éste y curtido por el hielo, de adobes muy a menudo, dibujando en el azul del cielo la silueta de su campanario. En el fondo se ve muchas veces el espinazo de la sierra, y al acercarse a ella, no montañas redondas en forma de borona, verdes y frescas, cuajadas de arbolado, donde salpiquen al vencido helecho la flor amarilla de la árgoma y la roja del brezo. Son estribaciones de huesosas y descarnadas peñas, erizadas de riscos, colinas recortadas que ponen al desnudo las capas del terreno resquebrajado de sed, cubiertas, cuando más, de pobres hierbas, donde sólo levantan cabeza el cardo rudo y la retama desnuda y olorosa, la pobre "ginestra contenta dei deserti", que cantó Leopardi. En la llanura se pierde la carretera entre el festón de árboles, en las tierras pardas, que, al recibir al sol, que baja a acostarse en ellas, se encienden de un rubor vigoroso y caliente.

Contrasta el último ensayo con los cuatro anteriores por su dureza. Esa abulia a la que Ganivet se refiere en 1897, llama aquí Unamuno marasmo. Casi lo copiaría completo aquí porque está plagado de párrafos y frases impresionantes.

¡Ojalá una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la malla que nos ahoga y la monotonía uniforme en que estamos alineados, se vuelva con amor a estudiar el pueblo que nos sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las corrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en capullos casticistas, jugo seco y muerto de gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales excluyentes, avive con la ducha reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el espíritu colectivo intracastizo que duerme esperando un redentor!

Atraviesa la sociedad española honda crisis; hay en su seno reajustes íntimos, vivaz trasiego de elementos, hervor de descomposiciones y recombinaciones, y por de fuera, un desesperante marasmo. En esta crisis persisten y se revelan en la vieja casta los caracteres castizos, bien que en descomposición no pocos.

Es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad española, sobre todo si se la estudia en su centro. Es una pobre conciencia colectiva homogénea y rasa. Pesa sobre todos nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una dura costra de gravedad formal, se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y vulgachería. La desesperante monotonía achatada de Tabeada y de Cilla es reflejo de la realidad ambiente, como lo era el vigoroso simplicismo de Calderón. Cuando se lee el toletole que promueven en París, por ejemplo, un acontecimiento científico o literario, el hormiguear allí de escuelas y de doctrinas y aun de extravagancias, y volvemos en seguida mientes al colapso que nos agarrota, da honda pena.

He aquí la palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes, pero juventud falta.

¿Y qué tiene que ver esto con lo otro, con el casticismo? Mucho: éste es el desquite del viejo espíritu histórico nacional, que reacciona contra la europeización. Es la obra de la inquisición latente. Los caracteres que en otra época pudieron damos primacía, nos tienen decaídos. La Inquisición fue un instrumento de aislamiento, de proteccionismo casticista, de excluyente individualidad de la casta. Impidió que brotara aquí la riquísima floración de los países reformados, donde brotaban y rebrotaban sectas y más sectas, diferenciándose en opulentísima multiformidad. Así es que levanta hoy aquí su cabeza calva y seca la vieja encina podada.

España está por descubrir, y sólo la descubrirán españoles europeizados. Se ignora el paisaje38, y el paisanaje y la vida toda de nuestro pueblo. Se ignora hasta la existencia de una literatura plebeya, y nadie para su atención en las coplas de ciegos, en los pliegos de cordel y en los novelones de a cuartillo de real entrega, que sirven de pasto aun a los que no saben leer y los oyen. Nadie pregunta qué libros se enmugrecen en los fogones de las alquerías y se deletrean en los corrillos de labriegos. Y mientras unos importan bizantinismo de cascarilla y otros cultivan casticismos librescos, alimenta el pueblo su fantasía con las viejas leyendas europeas de los ciclos bretón y carolingio, con héroes que han corrido el mundo entero, y mezcla a las hazañas de los Doce Pares, de Valdovino o Tirante el Blanco, guapezas de José María y heroicidades de nuestras guerras civiles.

Voy también a incluir la queja que (el alegre) Valera escribió en el Prólogo a Homenaje a Menéndez y Pelayo (1899).

…fuerza es confesar, por desgracia, que España está en el día profundamente decaída y postrada. Su regeneración requiere, sin duda, un gran poder político, sabio y enérgico, ejercido con voluntad de hierro y con inteligencia poderosa y serena; pero tal vez antes de esto, y para orientarse, y para descubrir amplio horizonte, y para abrir ancho y recto camino, se requiere que formemos de nosotros mismos menos bajo concepto, y que no nos vilipendiemos, sino que nos estimemos en algo, siendo la estimación no infundada y vaga, sino conforme con la verdadera exactitud, y sin recurrir a gastados y pomposos ditirambos y a los recuerdos, que hoy desesperan más que consuelan, de Lepanto, San Quintín, Otumba y Pavía.

Bueno, no sé si alguien ha sido capaz de llegar hasta aquí con tanta cita. Pero no me gustaría acabar la reseña sin decir lo siguiente.

Es conocida la aversión que Unamuno tuvo al final por Clarín.  Unamuno esperó hasta la muerte de Clarín que el célebre crítico reseñara su primera novela. Ya he dicho que la lectura del Idearium y de este ensayo está motivada porque se consideran los textos iniciadores de una nueva corriente literaria; o, mejor dicho, el fin del realismo y del naturalismo. Nos adentramos hacia una etapa más “espiritual”. Y sin obviar la importancia de los hechos históricos, me pongo por un momento en la piel del joven Unamuno y veo, al fijarme en el panorama literario, que se ha formado un mundillo al que no puedo acceder y por eso detesto. Galdós, Pardo Bazán, Clarín, Valera, Pereda, Palacio Valdés, amiguito de Clarín, forman un cogollo inaccesible. Y luego están los otros, los bohemios y/o revolucionarios, o los mediocres. No me convencen.  Algo hay que hacer. ¡Hay que ser jóvenes!

 

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