Concha Espina: La esfinge maragata

 


Es difícil que alguien sepa quién fue Johannes Fastenrath. Nacido en Alemania,

A consecuencia de un primer viaje de cuatro meses a España, en 1864, en el que trabajó intensamente la literatura contemporánea, tanto la castellana como la catalana, se convirtió en un entusiasta hispanófilo y en un activo propagandista y publicista de todo lo hispánico, lo que se reflejó en toda su producción científica y literaria.

En su honor, a su muerte, se estableció el Premio Fastenrath.

A Concha Espina le concedieron este premio por La esfinge maragata (1914).

El único viajero que ha subido en San Pedro de Oza es joven, ágil, buen mozo; lleva un billete de segunda para Madrid, y, apenas salta al vagón, acomoda su equipaje -una maleta y el portamantas- en la rejilla del coche. Luego desciñe el tahalí que trae debajo del gabán y lo asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su escarcela de viaje guarda Rogelio Terán -que así se llama el mozo- toda su fortuna: poco dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro de memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.

Así se encuentra con Mariflor y su abuela. A ambas mujeres la desdicha les hace volver a la tierra que vio nacer a la abuela: la Magatería. El padre, viudo, no puede mantener un hogar. Y esperan que la familia que ha permanecido en el pueblo pueda acomodarlas. Pero la pobreza es habitual por aquella zona y la esperanza se ha puesto en la boda de Mariflor con su primo Antonio al que  su saber hacer le ha permitido vivir con comodidad. Desgraciadamente:

Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue claror que la lucecilla del techo difunde, sólo se

logra averiguar que entrambas duermen: la una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un abrigo que le oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la caricia confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del nuevo viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren, esfumadas en la penumbra del breve recinto, insensibles a la vida maquinal del convoy, como los inanimados contornos de los almohadones vacíos y los equipajes inertes.

¿Desgraciadamente o afortunadamente se ha producido el encuentro en ese tren entre Mariflor y Rogelio? Este es el tema de esta novela.

Más lograda que La niña de Luzmela, llama la atención la modernidad del uso del presente en la descripción y la abundancia del dialecto propio del lugar. He pensado que si en vez de tener más de cien años hubiera salido al mercado hace 10, fácilmente hubiera encajado en esa corriente que se puso de moda hace unos años que llamaban “rural” o algo parecido  (por ejemplo, Intemperie).  También nos sorprende el final. Alguien me dirá que, para nada, que es lo normal para una mujer “como” Concha Espina.  Pero repito, a mí sí me ha sorprendido.

 

 

 

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