Azorín: Antonio Azorín


Habitualmente se llora por la pena. Però no nos cuesta reconocer que una inmensa alegría o una belleza impresionante también puede hacer brotar las lágrimas. Si no a caudales, como al perder un hijo, sí, sosegadamente, sin que se note más allá de un fulgor en los ojos, atribuible, si fuera necesario, si hubiera que disimular, a una alergia, como me ha pasado varias veces en esta lectura.

José Martínez Ruiz es un escritor exigente. No quiere lectores facilones. Así, empieza esta breve  obra maestra con 22 páginas de descripción salvaje, como ya empezó La voluntad. Antes de llegar a la casa en la que Azorín lee, recorremos las montañas, las huertas, el valle, el cielo estrellado, no quiere dejarse ni las pequeñas piedras que hay tras un árbol junto a la acequia por la que discurre el agua desde tiempos de los árabes. 

Consciente de las ansias de los lectores, digamos que también se tenían por aquel tiempo, nos proporciona un masaje verbal. Quiere relajarnos. Quitar la tensión de cada uno de nuestros músculos. Eliminar cualquier vestigio de necesidad de aventura. Quiere que seamos una rama de una morera y nos movamos impulsados por el viento suave de un grato día de junio en el que la calor todavía no molesta, como la rama que veo moverse desde mi asiento. 

Entonces él se hace viento. Sopla acercándonos a las plantas. Sopla hacia las arañas que tejen entre las otras ramas sus telas atrapadoras. Nos llama la atención sobre las gentes humildes que pasan junto a nosotros buscando el fresco de nuestra sombra. Una vieja que teme morir y evita salir de casa porque ya todos que conoció murieron, porque al oír las campanas teme que sean un nefasto presagio. Un familiar que tras disfrutar de la fama literaria y social se está muriendo solo. Una hermosa joven que se embelesa escuchándolo también. Como yo, lector o tú, si quieres. 

Azorín viaja. A veces en tren. Azorín conoce gentes. Camina, escucha, habla (poco). Escribe cartas llenas de ternura y, casi no se nota, de amor. Ve a los viejos morir y esto le ayuda a comprender la vida. Encuentra la amistad, un espíritu afín con el que hablar es un placer porque el tiempo pasa escuchándole. Sin presumir de ello, más bien negándolo, se nos muestra como un filósofo, un pensador, un sabio. Se gana la vida escribiendo en periódicos. Sabe que cargar las tintas le da notoriedad, pero no parece querer hacerse mucho notar, pues la notoriedad al final no es más que una forma de esclavitud. 

En Madrid, donde escribir artículos para la prensa le absorbe la vida, siente la necesidad de recorrer los pueblos que retrató Cervantes en su Quijote. Quiere visitar el pueblo donde murió Quevedo y escribió sus Sueños. Quiere, él que pinta lugares y gentes como a cámara lenta, conocer la vieja Castilla y los males que la condenan.

Yo me siento un instante; este sosiego se me entra en el espíritu y aplaca mis ardores. Todo reposa; en la techumbre pían los pájaros; el sol vívido marca sobre una de las paredes blancas el dentelleo de un tejado; suena una campana lejana...

Quedo profundamente convencido. Se hace un largo silencio. Llegan cacareos de gallos y ladridos de perro. Yo siento como si hubieran pasado tres o cuatro horas en este ambiente de soledad, de aburrimiento, de inercia, de ausencia total de vida y de alegría. Miro el reloj: son las dos; ha transcurrido media hora.

Al tiempo que quiere conocer esa España que tanto pintará posteriormente, no abandona el oficio y nos habla de problemas contemporáneos: 

En todas partes, en todos los momentos, en lo grande y en lo pequeño, las diferencias entre lo españoles del centro y los de las costas saltan a la vista. Yo soy del centro, y, sin embargo, lo reconozco sinceramente. El problema catalanista, en el fondo, no es más que lucha de un pueblo fuerte y animoso con otro pueblo débil y pobre, al cual se encuentra unido por vínculos acaso transitorios...

Y al final Antonio Azorín se queda solo en su cuarto, trabajando. La amistad, el posible amor, quedan en el Levante mientras él, en su lúgubre habitación en Madrid, se pasa la mano por la frente y se concentra en su trabajo:

Es preciso volver a urdir estos artículos terribles todos los días, inexorablemente; es preciso ser el eterno hombre de todas horas, en perpetua renovación, siempre nuevo, siempre culto, siempre ameno.

Arreglo las cuartillas: mojo la pluma. Y  comienzo...


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