Azorín: La voluntad

 


La voluntad es la última de las cuatro “novelas de 1902” que quería leer en mi particular recorrido por la novela española. De José Martínez Ruiz (Azorín) he leído muy poco. En este blog reseñé La ruta del Quijote. Cuando en mi juventud quise leer Antonio Azorín, la siguiente novela de la trilogía de Azorín (que formaba parte de mi Historia de la Literatura Española), claudiqué.  Ahora he de decir que quise empezar por esta novela la lectura de las novelas de 1902, pero, nada más iniciar el Prólogo, me hizo cambiar de opinión.

Vargas Llosa, al ser elegido miembro de la Real Academia de la Lengua, se presentó con un discurso sobre Azorín. En él podemos leer:

Azorín fue un creador más audaz y complejo cuando escribía artículos o pequeños ensayos que cuando hacía novelas. Las que escribió fueron experimentos, audaces pero fallidos, incluso La voluntad (1902), ambiciosa introspección lírica y cajón de sastre del joven escritor a cuyos materiales dispares aglutina la seguridad y condensación del estilo. Aunque exigen del lector una cierta curiosidad perversa por los misterios del tedio y de la abulia, las novelas de Azorín merecen un lugar en la historia de las vanguardias europeas, pues fueron anticipaciones de toda una corriente narrativa que fue un monumento al bostezo, aquel «nouveau román» que, cincuenta años después, surgiría en Francia, empeñado en describir —como lo había hecho Azorín en Doña Inés, Don Juan o Salvadora de Olbena— un mundo objetal, sin movimiento, sin psicología y casi sin anécdota.

No obstante, el impacto de la novela en 1902 se sigue manteniendo hoy en día. En la tesis doctoral de Francisco Plata (LA NOVELA DE ARTISTA: EL KÜNSTLERROMAN EN LA LITERATURA ESPAÑOLA FINISECULAR), encontramos algunas reseñas. Por ejemplo:

Es posible que a algunos no les parezca novela el nuevo libro de Martínez Ruiz: La Voluntad. Lo propiamente novelesco, lo novelesco, según la tradición del género, aparece mezclado allí con elementos diferentes, con diálogos filosóficos, con episodios tomados de la realidad diaria, más o menos histórica [...] A la novela pertenece, con todo. Y permite apreciar en un caso concreto cómo va desviándose la novela de su primitivo tipo histórico de vida de un personaje; cómo se va volviendo otras cosas diferentes y múltiples, señal de fecundidad.

O la siguiente:

La novela de Martínez Ruiz no es una novela, es un fragmento de vida interior de un artista.

Con todo lo dicho es innegable que La voluntad es de todas las novelas de aquel año la más peculiar.

Por un lado, nos encontramos con esa prosa tan detallista, colorista, paisajista, lírica, que, como dice Vargas Llosa, nos aboca al bostezo. En ese sentido Azorín es muy exigente. Además, la falta de acción, el diálogo reflexivo, la divagación sobre el paisaje, sobre el sentir, sobre la Literatura y la Filosofía hacen de la lectura un acto de esfuerzo y concentración.  Pero, a mi juicio, no es un acto baldío. Una vez que aceptas el reto, empiezas a descubrir que aquello es una especie de meditación, una terapia, una limpieza de poros, un beber agua medicinal en un balneario. En algún momento te sientes como si estuvieras en un museo contemplando una obra de arte comentada por un experto. Cierto que echamos en falta algo a que agarrarnos, un andamiaje que nos permita mirar atrás y ver la senda recorrida y vislumbrar hacia dónde se dirigen nuestros pasos. La lectura se convierte en una degustación de un bocado delicioso pero efímero, dejando en la memoria del lector apenas murmullos de palabras (Vargas Llosa).

No hay duda de que es una opción personal de Azorín. No se trata de un defecto por falta de capacidad. De hecho, hay un momento en el que se refiere indirectamente a la presentación de Camino de perfección, así como a la narración de un suceso que presencian Fernando Ossorio y Azorín en su visita a Toledo.

Con la cabeza llena de locuras y los ojos de visiones anduvo; por una calle, que no conoció cuál era, vio pasar un ataúd blanco, que un hombre llevaba al hombro, con una cruz dorada encima.

Llamó, se vio que se abría la madera de una ventana, dejando al abrirse un cuadro de luz, en donde apareció una cabeza de mujer.

—¿Es para aquí esta cajita? —preguntó el hombre.

—No; es más abajo: en la casa de los escalones —le contestaron.

Cogió el ataúd, lo colocó en el hombro y siguió andando de prisa.

(Camino de perfección)

Entonces, en la lejanía, ve pasar, bajo la mortecina claridad de un farol, una mancha blanca en que cabrillean vivos reflejos metálicos. La mancha se aproxima en rápidos tambaleos. Azorín ve que es un ataúd blanco que un hombre lleva a cuestas. ¡Honda emoción! A lo largo de las calles desiertas, lóbregas, Azorín sigue, atraído, sugestionado, a este hombre fúnebre cuyos pasos resuenan sonoros en los estrechos pasadizos. El hombre pasa por junto a Santo Tomé, entra luego en la calle del Ángel, se detiene, por fin, en una diminuta plazoleta y aldabonea en una puerta. La caja hace un ronco son al ser dejada en tierra. Encima de la puerta aparece un vivo cuadro de luz y una voz pregunta: ¿Quién? El hombre contesta: ¿Es aquí donde han encargado una cajita para una niña?… No, no es allí, y el fúnebre portador coge otra vez la cajita y continúa su camino.

Con ese detalle en tu mente surge la unión de ambas historias y el efecto es el de haber observado un universo literario complejo y vasto. Un mundo que crece en tu interior dotado de una realidad inesperada como si fuera una alucinación producida por alguna droga.

No es de extrañar que Emilia Pardo Bazán escribiese en La nueva generación de novelistas y cuentistas (1904):

No obstante su aparente oposición, estas dos novelas, La voluntad y Camino de perfección delatan el mismo estado psíquico, y las clasifico bajo el mismo letrero. Son documentos exactos y útiles para fijar y definir el estado de alma de tantos intelectuales españoles al albor del siglo XIX, después de la vergüenza y dolor de nuestros desastres, en la incertidumbre de nuestro porvenir. Es inútil que don Juan Valera invite a la juventud a entonar himnos a la vida: se escribe y se canta lo que se lleva en la conciencia.

En conclusión, La voluntad no es una novela de asueto. Es una novela lírica e intelectual, exigente, no recomendable para quien busca pasar el rato.

 

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