José López Pinillos: Cintas rojas


En 1952, la editorial Aguilar publica La novela corta española. Promoción de “El cuento semanal” (1901-1920), con prólogo y recapitulación a cargo de Federico Carlos Sainz de Robles. En su estudio preliminar, Sainz de Robles realiza un recorrido por la historia de la novela española desde la época de Cervantes, con el objetivo de fundamentar la sólida defensa que hace de los 40 autores seleccionados en la obra. Su propósito no es solo reivindicar a estos escritores y rescatarlos del olvido, sino también señalar —sin mencionar nombres— que, en la “actualidad” de entonces, no existen novelistas de comparable talla. Según él, apenas se podrían contar con los dedos de una mano los autores contemporáneos con alguna novela de verdadero valor. Más bien, afirma, muchos de los escritores encumbrados por la crítica y la prensa lo han sido gracias a la promoción mediática tras obtener algún premio literario entonces. 

Otro de los autores (además de Olmet y su distopía) que he visto destacado en algún comentario sobre el origen del tremendismo es José López Pinillos precisamente con su novela corta: Cintas rojas (1916).

Digamos que, en cierta medida, Cintas rojas es espeluznante. Y lo es por distintos motivos. En primer lugar, porque asistimos al asesinato de ocho personas de todas las edades y condiciones, incluida la violación (gratuita, disculpen el término) de una joven adolescente. Estas muertes, en cierta medida no premeditadas, sino fruto de la acción natural, van, siguiendo una espiral de violencia, desde el asesinato por un “calentón”, pasando por la violación y muerte de la joven, hasta llegar al último asesinato, cara a cara, con aviso, premeditado y mostrando sin tapujos alto grado de sadismo.

Todos estos asesinatos que ocurren en la segunda parte contrastan con la primera y la tercera. En la primera Rafael (Cintas rojas) se nos presenta como un jornalero claramente explotado, falto de recursos, enamorado del torero Guerrita que va a torear en la feria en la ciudad. Por nada del mundo se lo perdería Rafael; por eso necesita unos duros. Pero no hay manera de conseguirlos… El Marqués no se los quiere prestar, ni su tío y así va buscando conocidos con los que ha trabajado hasta llegar al caserío… Pone los pelos de puntas sentir que la primera muerte uno la siente como justificada; como venganza de justicia social…

Por último, Rafael llaga a Córdoba a disfrutar de la corrida. Pero antes pasea por las calles, entra a las tabernas, disfruta como solo el dinero permite disfrutar en una feria andaluza. Asistimos allí a la corrida vista por los ojos del asesino; ojos enamorados del arte taurino al tiempo sabedores de la brutalidad que entraña las corridas.

Cintas Rojas, frente al matador que, descompuesto y airado, pinchaba al toro en el hocico para que agachase el testuz, y le permitiera descabellar, bramaba con indignación generosísima:

-- ¡A la jorca, a la jorca! ¡Eso no se hace a un toro, asesino!


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