Eduardo Zamacois: Memorias de un vagón de ferrocarril
Me imagino que al igual que en mi
caso, para la mayoría de los lectores actuales Eduardo de
Zamacois (1873-1971) es un perfecto desconocido. Cuando lees algo sobre
su vida descubres el importante lugar que ocupó en el mundo literario de inicios
del siglo XX, especialmente como
cofundador de El cuento semanal
y después de Los
contemporáneos.
En la reseña a Volvoreta,
muy interesante novela que no reseñé adecuadamente, hice mención a un grupo
importante de autores poco conocidos en general. Entre ellos estaba Zamacois. Es difícil encontrar obras
suyas online. En www.archive.org tenemos sus Obras
completas, que contienen Memorias
de un vagón de ferrocarril (1916).
Como dice el título estamos ante
una fábula en la que los vagones (y
locomotoras) de ferrocarril hablan y, en particular el protagonista del libro (El Cabal), nos narra su historia desde
que lo fabricaron en Francia hasta
que lo retiran. Testigo excepcional de los acontecimientos de todo tipo, tiene
materia suficiente para entretenernos durante muchas páginas. Páginas en las
que no solo nos va mostrando a todo tipo de personas, sino que valora sus
acciones y actitudes, así como los paisajes y climatología de todas las
regiones españolas.
Cada región hispana tiene su carácter, su arquitectura, su música, sus
bailes, sus trajes: los romanos no pudieron vencer a los cántabros, y vascos y
astures —aunque muy distintos entre sí— conservan la sangre de los iberos
primitivos; los gallegos son celtas; los andaluces y valencianos descienden de
árabes; los godos, los francos y los fenicios, influyeron en Cataluña…; ¡y
divierte observar cómo cada una de estas regiones proyecta en los andenes
madrileños, a la hora de salida de sus respectivos trenes, una especie de
aliento! Cada convoy es una prolongación de aquella provincia lejana que le
impone su nombre, un reflejo de su alma. En el expreso de Hendaya, no obstante
su cosmopolitismo, predominan las espaldas anchas y huesudas, las largas
narices aguileñas, los pómulos descarnados y los ojos claros, de la raza vasca;
los huéspedes de los convoyes galaicos y astures son hombres serios, prudentes
y de trato a la vez respetuoso y cordial; se oye platicar en gallego y en bable
mesuradamente, y suele haber para las mujeres que ambulan solas un respeto
hidalgo. El Mediodía es más turbulento: en los expresos y correos que van a
Barcelona —años después lo comprobé por mí mismo— sólo se habla catalán; en los
de Valencia, valenciano, y andaluz en los de las líneas andaluzas. Por las
noches, durante ese par de horas en que la mayoría de los trenes se va, cada
una de las dos grandes estaciones ferroviarias de la Corte reasume el plano
moral de media Península.
Especial interés tienen algunos
comentarios que jalona el libro con cierto cariz feminista. Por ejemplo:
Diferentes veces oí decir a mis huéspedes: Se trata de un espectáculo
al que no puede usted llevar a su señora. O bien: Ese libro, de que usted
habla, no es para señoras… No estoy muy cierto de la razón que acompaña a
quienes así discurren: porque como los españoles, a la par que hacen cuanto
pueden por mantener a sus esposas en la ignorancia más completa, las erigen en
árbitros de lo que debe ser, sucede que la mentalidad y la moral nacionales
están representadas por unos cuantos millones de mujeres que no saben leer… ¡o
que, apenas comprenden lo que leen!… ¡Y así marcha el país!…
—Mientras les hombres —proseguí— acaparen todos los empleos; mientras
dispongan del dinero, llave de la vida; mientras impidan a sus compañeras
ilustrarse, trabajar, desenvolverse; mientras las conviden… —¡palabra odiosa!—
el amor, ejercítese a espaldas de la Ley o bajo su amparo, será para las pobres
mujeres un negocio, una sucia operación de compraventa. Los hombres, egoístas,
terriblemente egoístas, tienen agarradas a sus víctimas por el estómago. Si
sois nuestras —dicen— nosotros os vestiremos y os proporcionaremos alimentos;
de lo contrario, moriréis de hambre. Y ellas aceptan. El problema amoroso, de
consiguiente, es, en su esencia, un pavoroso problema económico. La mujer que no
ama, o que no se presta al amor, no come. ¡Y precisa comer! Las menos exigentes
—con cariño o sin él— se entregan libremente; se venden al fiado; las más
previsoras o las más afortúnalas, piden mucho más; piden el matrimonio que, en
caso necesario, las ayudará a exigir indemnizaciones; las que se casan venden
al contado, porque la firma del marido representa dinero. Pero todas, solteras
y casadas, se venden; esclavas del ambiente profundamente inmoral que las
oprime y condena a convertir el lecho en oficina o mostrador, todas —¡y bien a
pesar suyo!— llevan su porvenir en aquella parte del cuerpo sobre que se
sientan…
Lo que más me ha interesado del
libro ha sido el efecto que produce el no poder identificarte con el narrador.
Eso hace que tome una notoriedad que quizás el autor no buscó. Porque sientes
su presencia y el esfuerzo que hace por situarse sobre los acontecimientos,
observándolos y contando las cosas tal y como las vería el vagón, dotado de ciertas capacidades extrasensoriales pues
a veces nos narra lo que las personas que transporta piensan.
Curioso.
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