Pío Baroja: Camino de perfección

 


Si en un hipotético sistema solar literario propio pusiera yo en el centro En busca del tiempo perdido, sin atreverme todavía a situar un libro en la órbita de Mercurio, sí que lo hago al colocar Camino de perfección en la de Venus.

Baroja, sencillamente, me ha cautivado. Y lo peor de todo es que no sé explicar el porqué.

Fernando Ossorio es un personaje atípico. No es un cobarde, pero parece que huye de todo. En el último párrafo del primer capítulo dice:

Me considero a mí mismo como un menor de edad, ¿sabe usted? Algún resorte se ha roto en mi vida.

A partir de ese momento parece vivir todo con cierta desgana, pero sacudido en ciertos momentos por impulsos apasionados (como quien al ver una mariposa volar cerca alarga el brazo para cogerla, consciente de que al hacerlo quizás le rompa las alas; así, en el último momento, extiende la mano confiando en que el insecto se detenga sobre ella).

Baroja nos atrapa en esta insulsa historia gracias a su prosa bella y a su punto de vista nuevo y original.

Lo natural es sencillamente estúpido. El arte no debe ser nunca natural.

Ossorio, tras abandonar los estudios y tener una relación incestuosa con su tía, decide salir de Madrid sin un rumbo claro. Se dirige hacia la Sierra madrileña, y después hacia Toledo. Más tarde irá a un pueblo de Albacete (Yécora) en el que pasó algún tiempo de joven y dejó a una muchacha sin darle explicación. Al final acaba en Castellón visitando a un tío que no le aprecia demasiado. Allí conocerá a su prima...

En todo este deambular se va encontrando con diferentes personajes curiosos. Pero lo más singular quizás sea el paisaje. La mirada de Fernando sobre esas tierras castellanas más parece una mirada interior que una descripción pictórica.

Eran los alrededores de Marisparza de una desolación absoluta y completa. Desde el monte avanzaban primero las lomas yermas, calvas; luego, tierras arenosas, blanquecinas, como si fueran aguas de un torrente solidificado, llenas de nódulos, de mamelones áridos, sin una mata, sin una hierbecilla, plagadas de grandes hormigueros rojos. Nada tan seco, tan ardiente, tan huraño como aquella tierra; los montes, los cerros, las largas paredes de adobe de los corrales, las tapias de los cortijos, los portillos de riego, los encalados aljibes, parecían ruinas abandonadas en un desierto, calcinadas por un sol implacable, cubiertas de polvo, olvidadas por los hombres.

Párrafos como este me hacen recordar mis paseos por tierras burgalesas y sorianas de hace unos años, solo. Puede que aquí resida el origen de mi “cautiverio”. Por lo que tengo entendido Baroja recorrió España por muchos caminos. Yo, a duras penas conozco cuatro lugares comunes. Pero aquellos años en que buscaba parajes pintorescos y rincones con encanto para visitar después con la familia, descubrí que el recorrer tierras y caminos en soledad proporciona vivencias únicas con una comunión con la naturaleza sin igual.

Como muestra de la originalidad valgan estos párrafos:

¡Qué hermoso poema el del cadáver del obispo en aquel campo tranquilo! Estaría allí abajo con su mitra y sus ornamentos y su báculo, arrullado por el murmullo de la fuente. Primero, cuando lo enterraran, empezaría a pudrirse poco a poco: hoy se le nublaría un ojo, y empezarían a nadar los gusanos por los jugos vítreos; luego el cerebro se le iría reblandeciendo, los humores correrían de una parte del cuerpo a otra y los gases harían reventar en llagas la piel; y en aquellas carnes podridas y deshechas correrían las larvas alegremente...

Una día comenzaría a filtrarse la lluvia y a llevar con ella sustancia orgánica, y, al pasar por la tierra aquella sustancia, se limpiaría, se purificaría, nacerían junto a la tumba hierbas verdes, frescas, y el pus de las úlceras brillaría en las blancas corolas de las flores.

Otro día esas hierbas frescas, esas corolas blancas darían su sustancia al aire y se evaporaría ésta para depositarse en una nube...

¡Qué hermoso poema el del cadáver del obispo en el campo tranquilo! ¡Qué alegría la de los átomos al romper la forma que los aprisionaba, al fundirse con júbilo en la nebulosa del infinito, en la senda del misterio donde todo se pierde!

 

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