B.P. Galdós: Fortunata y Jacinta

 


Al acabar Rojo y Negro, pensé leer algo de Balzac, uno de los grandes que todavía no he leído, para después volver a Proust. Pero entonces, la noticia de que este año 2020 se conmemora el centenario de la muerte de Galdós se me cruzó por mi camino y decidí leer esta obra maestra de nuestra Literatura: Fortunata y Jacinta (dos historias de casadas).

Fortunata y Jacinta consta de 4 partes. Se publicó entre 1886-87. Los hechos que narra ocurren alrededor de 1875. Según leemos en los manuales de literatura española es, posiblemente, la mejor obra de Galdós. Su proximidad temporal a La regenta sugiere alguna interrelación creativa positiva. Desafortunadamente no he leído, todavía, La regenta, así que estas sospechas se verán ratificadas o desmentidas en un futuro que espero no lejano. A mi juicio, Fortunata y Jacinta es una obra maestra. Igual sería mejor decir una obra canónica o modélica. Es decir, una obra perfecta desde el punto de vista global, que sirve como modelo para cualquiera que desee escribir bien. Tal y como la valoran en ULAD, imprescindible.

Leyendo Fortunata y Jacinta, además de disfrutar de un maravilloso ejemplo literario, reímos, aprendemos historia, recorremos el Madrid del XIX, sus barrios miserables y los burgueses, reflexionamos sobre el matrimonio, tener hijos, creer en Dios, amar, odiar, ser buena persona, no serlo. Nos entretenernos, queremos saber qué va a ser de Fortunata, Jacinta, Maxi, Juan Santa Cruz, Doña Lupe, Guillermina la santa, Mauricia la dura... De hecho, esta es una de esas novelas que no quieres que se terminen. Lamentas que el número de hojas que te faltan por leer vaya disminuyendo y sientes, al ir acabando el libro, que pierdes la compañía de un buen amigo que parte hacia un nuevo mundo y al que quizás ya no vuelvas a ver.

Esta melancolía o congoja, curiosamente, rara vez la sentimos por los personajes, y mucho menos en algún momento nos entran ganas de llorar por los hechos que en la novela ocurren. Galdós muestra su genialidad evitando lo melodramático, embadurnando todo el libro, desde el principio hasta el final, con un humor socarrón (tal y como él diría; cervantino, nos atrevemos a decir nosotros) que hasta en los momentos más terribles de denuncia social o moral nos hacen recorrer las escenas con media sonrisa en los labios solo a punto de torcerse en contadas ocasiones. Por otro lado, el narrador se mantiene a cierta distancia, pero al mismo tiempo próximo a los personajes, lugares y lector, creando la sensación que nos envuelve un ambiente verosímil y natural que observamos con la serenidad de quién recorre su barrio cuando sale a comprar o a pasear.

Otra de las virtudes (además de la estructura, el ritmo, el lenguaje, los diálogos, …)  de Fortunata y Jacinta son sus personajes. En el fondo, cada uno de ellos es esclavo de una obsesión. Esas obsesiones son un motivo para vivir y dirigen sus pasos. Algunos luchan sin éxito contra esa obsesión (como Fortunata), otros se dejan llevar, aunque les perjudique (como Estupiñá), otros se engrandecen espiritualmente (como Guillermina), otros sucumben cayendo en la locura o en sus proximidades (como Mauricia y Maxi, y de alguna manera Jacinta).

Estos personajes sometidos a fuertes obsesiones sirven de ejemplo de las construcciones que aprendimos en El guion. Al igual que los “abismos” por los que Galdós les hace pasar a lo largo y ancho del libro.  Incluso nos encontramos con un símbolo inicial que vuelve a aparecer al final que podría representar al propio mundo: la escalera de piedra en la que Juanito Santa Cruz ve por primera vez a Fortunata y en la que se sientan, casi al final del libro, algunos de los personajes esperando a la indómita Fortunata que ha salido en pos de venganza.

Otro de los temas que aparece en el libro es la propia forma de narrar. Ya al final, Segismundo y Ponce nos regalan estas reflexiones:

Segismundo contó al buen Ponce todo lo que sabía de la historia de Fortunata, que no era poco, sin omitir lo último, que era sin duda lo mejor; a lo que dijo el eximio sentenciador de obras literarias, que había allí elementos para un drama o novela, aunque a su parecer, el tejido artístico no resultaría vistoso sino introduciendo ciertas urdimbres de todo punto necesarias para que la vulgaridad de la vida pudiese convertirse en materia estética. No toleraba él que la vida se llevase al arte tal como es, sino aderezada, sazonada con olorosas especias y después puesta al fuego hasta que cueza bien. Segismundo no participaba de tal opinión, y estuvieron discutiendo sobre esto con selectas razones de una y otra parte, quedándose cada cual con sus ideas y su convicción, y resultando al fin que la fruta cruda bien madura es cosa muy buena, y que también lo son las compotas, si el repostero sabe lo que trae entre manos.   

En fin, no me duelen prendas en repetirme: imprescindible, obra maestra.

 

 

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