Stendhal: Rojo y negro

 


Cuando un amigo hizo un comentario a mi reseña de La prisionera diciendo que, además de leer a Proust,  tenía ganas de retomar la lectura de Stendhal, sentí esa “desagradable” sensación que me invade cuando alguien me habla de un clásico que no he leído y me avergüenza no haberlo hecho. Así que desde aquí le doy las gracias por aquel comentario que me ha hecho leer, por fin,  Rojo y Negro, una obra maestra.

A principios de verano empecé Rojo y Negro y pensé que no me iba a gustar demasiado. No me atraen mucho esas novelas de amoríos en las que los sentimientos se desbordan como hace el agua cuando alguien se ha dejado el grifo abierto, y el desagüe cerrado, en la pila del baño. Sin embargo, desde el principio, esa deliciosa manera de Stendhal de pasear nuestra mirada por entre las gentes y lugares hace que casi te olvides de la trama amorosa, sumamente importante, pero que en el fondo ocupa solo una pequeña parte de la compleja sicología de los personajes.

¿Cómo no pensar en el Quijote y la aventura de los batanes cuando el autor nos adentra en la fábrica de clavos del alcalde, el señor de Rênal nada más empezar?

Aturde al viajero que entra en la ciudad el estrépito ensordecedor de una máquina de terrible apariencia. Una rueda movida por el torrente, levanta veinte mazos pesadísimos, que, al caer, producen un estruendo que hace retemblar el pavimento de las calles.

Y un poco más tarde, cuando nos presenta al tan especial héroe de la novela Julián Sorel, ¿no se nos viene a la cabeza un joven Alonso Quijano ajeno al extraordinario devenir que le espera?

Llegado que fue a su serrería Sorel llamó a gritos a su hijo Julián. Nadie contestó… Éste entró en el cobertizo, y buscó con la vista a Julián en el sitio que debía ocupar, es decir junto a la sierra. No estaba allí, sino cinco o seis pies más alto, montado sobre uno de los travesaños del techo. En vez de vigilar con atención la marcha del mecanismo industrial, Julián leía.

En unos pocos capítulos Stendhal nos retrata Verrières y el complejo sistema de poder que lo controla. Los prohombres del lugar se observan con recelo e intentan copar las posiciones más influyentes de la sociedad provinciana en la que viven. París está muy lejos y su influjo es brillante pero poco intenso. Napoleón representa un pasado que hay que olvidar, la aristocracia parece resurgir tras la tempestad que la Revolución y el Emperador supusieron para Francia y el resto de Europa. Los nuevos ricos, los viejos aristócratas, se mantienen precavidos ante la posibilidad de una nueva revuelta popular y la Iglesia vuelve a recuperar el papel que representaron durante tanto tiempo.

No olviden nuestros lectores que las novelas son espejos que pasean por la vía pública, que tan pronto reflejan el purísimo azul del cielo, como el cieno de los lodazales de la calle. Y si así es, ¿os atreveréis a acusar de inmoral al hombre que lleva el espejo en su canasto? ¡Porque su luna refleja el cieno, os revolvéis contra el espejo! ¡No! A quien debéis acusar es a la calle o al lodazal, y mejor aún, al inspector de limpieza que consiente que se forme el lodazal.

Julian es un joven culto, atraído por la gloria de Bonaparte y el poder que ser un clérigo, o incluso obispo, le permitirían alcanzar. Tiene una memoria prodigiosa que le hace lucirse socialmente.  Cuando puede va a ver al viejo cura del lugar que ve en él grandes posibilidades de convertirse en un respetable servidor de la Iglesia, pero es consciente de la soberbia y la ambición del joven muchacho al que hermanos y padres humillan e infravaloran. Ser el preceptor de los hijos del señor alcalde es el punto de partida de la nueva vida que empieza “nuestro héroe”. Llegar a ser un gran general o un gran obispo luchan en su interior al tiempo que reconocerse pobre ante los señores a los que sirve le hacen comportarse con altanería y soberbia e intentar conquistar a aquellas damas a las que un hombre de su clase jamás podría acceder.

Cuando permanecer en Verrières ya no le sea posible, se irá a un seminario a intentar domar su espíritu orgulloso. Pero aunque

¡La idea sublime de Dios se abre siempre paso en circunstancias angustiosas, sea el que sea el estado de las almas!

Julián acabará sirviendo al marqués de la Mole en el glamuroso e incipiente Faubourg Sain-Germain parisiense, cuya decadencia tan elocuentemente describe Proust ochenta años más tarde. 

El tiempo no consigue domar a un Julián que, quizás a quien lea esta reseña parezca un auténtico héroe social, es consciente de la posición que ocupa en la sociedad en la que vive. En este nuevo entorno, adopta una postura de hombre taciturno y discreto, temeroso a ser burla de los hijos y amigos de su señor. Especialmente de la dulce e indómita Matilde. Ambos empiezan un baile como dos astros que se encuentran en el espacio atraídos por una fuerza que no pueden controlar.

La maestría de Stendhal radica también en la creación del increíble personaje Julián Sorel. Es difícil sentir simpatía por este hombre egoísta y despreciable. Para suavizar nuestra opinión sobre él, Stendhal intercede por su creación:

Es posible que nuestro héroe haya tenido la desgracia de ser poco simpático a nuestros lectores. Lo sentiríamos, porque, a nuestro entender, con el tiempo hubiese llegado a ser un modelo acabado de bondad. Era todavía muy joven y a medida que hubieran pasado sobre él los años, lejos de pasar de lo tierno a lo receloso, que es la metamorfosis general por que pasan los hombres, habría adquirido esa bondad propensa al enternecimiento, y se habría curado de su insensata desconfianza...

¿Cómo no sentir compasión del joven cuando nos grita:

¡Suicidarme!...!He aquí la cuestión capital!,

y al mismo tiempo asombrarnos de esta reflexión que Camus nos propone como punto de partida de la filosofía en El mito de Sísifo varios lustros más tarde?

Rojo y negro no es una novela de amoríos. Es una novela sobre la vida. Sobre la sociedad, las desigualdades, los sueños, la política, lo sagrado, el pasado y el futuro. También es una novela sobre la amistad, sobre el primer amor, sobre el miedo a morir. Una reflexión sobre lo que significa vivir atormentado. Todos podemos aprender algo de Julián Sorel.

P.S.  Notable la edición de EDAF en la colección Obras inmortales. Una delicia también.

 

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