Leopoldo Alas Clarín: Doña Berta. Cuervo. Superchería.

 


En 1892 Clarín reunió en un volumen tres historias: Doña Berta, Cuervo y Superchería.

La primera es, sin lugar a dudas, una obra maestra. Voy a copiar el inicio como una “simple” muestra de la belleza con la que es capaz de escribir Clarín:

Hay un lugar en el Norte de España adonde no llegaron nunca ni los romanos ni los moros; y si doña Berta de Rondaliego, propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera algo más de historia, juraría que jamás Agripa, ni Augusto, ni Muza, ni Tarick habían puesto la osada planta sobre el suelo, mullido siempre con tupida hierba fresca, jugosa, obscura, aterciopelada y reluciente, de aquel rincón suyo, todo suyo, sordo, como ella, a los rumores del mundo, empaquetado en verdura espesa de árboles infinitos y de lozanos prados, como ella lo está en franela amarilla, por culpa de sus achaques.

Durante la lectura de esta novela corta me he emocionado varias veces. Lo curioso es que no solo por la tierna historia de Doña Berta, sino también por la belleza de la prosa. Da ganas de dejar de ser lo que uno es (un lector algo compulsivo, sediento de páginas, de acumular experiencias lectoras, de sentir en la punta de los dedos las vibraciones de los otros mundos que indiferentes deambulan por la historia tras de la puerta), para volver sobre las páginas leídas y releerlas, subrayar con lápiz las frases más bellas y apuntar en los bordes de las páginas las ideas juguetonas que acuden a la mente. Yo me voy a conformar con esa ya vaga sensación que el tiempo acabará por borrar del todo, aunque quizás quede el leve recuerdo de la emoción contenida.

En Cuervo nos encontramos al Clarín estirado, algo desagradable en el tema, que parece disfrutar mostrando nuestras peores bajezas morales. Incluso las de aquellos que se enardecen de ser hombres de moral intachable:

Usted, señor framasón, que censura, ¿no lee todos los días en los periódicos noticias de grandes desgracias, de horrendas catástrofes? ¿Y cómo se queda usted? ¡Tan fresco! Ayer, que el río Colorado, en China, se llevó de calle más de cien pueblos con millares de millares de chinitos. ¿Y qué? Usted, framasón, al teatro. Hoy estalló el gas de una mina y ahogó a quinientos trabajadores que dejan quinientos mil huérfanos: ¿y qué? Usted, a paseo. Y porque esos millones de muertos estén lejos, no se vean, ¿dejarán de ser prójimos?... ¿Sabe usted, señor ateo, por qué estos señores curas no sienten ya el olor a difunto? Porque su sagrado ministerio les obliga a vivir siempre pegados a la muerte; demasiado saben ellos que morir no es un arco de iglesia, y además no hay dolor que resista al uso, no hay pena que no se desgaste, como se gasta el placer. ¡Hipócritas! ¡Fariseos! Nosotros, los que manoseamos la muerte, los que enterramos vuestros difuntos, hacemos algo útil, sin sentirlo; y vosotros, que sentís tanto, no hacéis nada de provecho. Los muertos quedarían insepultos, y habría pestes sin fin, y se acabaría el mundo si todos fuésemos sensitivas como vosotros. Vade retro!

Finalmente, Superchería es una historia fresca, con un planteamiento moderno en el que el personaje principal, racionalista típico del momento (y de la actualidad) se enfrenta a diversas situaciones en las que sicologías más débiles sucumbirían al encanto de lo sobrenatural. En este caso Clarín centra el interés en descubrir la justificación de lo irracional. Pero al tiempo que se mofa de las burdas falsificaciones de videntes y falsarios, nos presenta algunas situaciones “irracionales” naturales: causadas por nuestra mente en ensoñaciones o por algo tan habitual como el enamoramiento. Curiosamente, los personajes principales de este relato, no sucumben a las pasiones y se mantienen firmes desde el punto de vista moral:

Ella era honrada, él también: vivía Foligno... y Tomasuccio había muerto. La Porena, siempre en el éxtasis de su pena, vivía como en un templo, sacerdotisa del dolor. Todo mal pensamiento era una profanación del altar en que se quemaba un corazón sacrificado al recuerdo de un hijo. No era el corazón sólo: todo se consumía.  Catalina estaba muy delgada, muy pálida: se iba poco a poco con su Masuccio.

El amor, y el amor adúltero singularmente, no tenía ya sitio allí.

No cabía más que recordarse de lejos, sin buscarse. Queriéndose, o lo que fuese, hasta que el esfumino del tiempo se encargara de desvanecer la última aprensión sentimental.

Catalina siguió su camino hacia la Cibeles. Serrano, sin saber lo que hacía, torció a la derecha, hacia la Casa de la Moneda, como si quisiera seguir la pista del perro canelo, que tomaba los fenómenos como lo que eran, como una... superchería.

 

Comentarios

Entradas populares