Peter Handke: La tarde de un escritor

 


Entró en el centro comercial con la idea de hacer la devolución y volver a casa rápido. Los tres empleados parecían ignorarlo adrede. Pensó que estaba claro que iba a devolver una cosa y que ninguno de los tres quería atenderle. Así lo pudo comprobar cuando llegó otro cliente con la intención de pagar. El más hábil de ellos atendió al comprador. Los otros dos, al quedar en evidencia, evitaron mirarle. Uno rebuscó entre los papeles y salió de detrás del mostrador alejándose. Él, entonces, adelantándose un poco, se dirigió al que quedaba libre y no levantaba la vista del ordenador. Buenas tardes, vengo a devolver esto. ¿El ticket?, le dijo el empleado. Aquí tiene, gracias.

Al dirigirse a la salida pasó por entre los aparadores llenos de libros. Su intención había sido no detenerse. Salir rápido y volver a casa. De reojo, sobre los rimeros de novedades, le llamó la atención un libro grueso, con colores llamativos: la última novela del Premio Nobel tras cincuenta años de silencio. Imposible resistirse. ¿Por qué no recuperar esa costumbre que abandonó unos años atrás? Un libro al menos de cada galardonado. Se había dejado los últimos por comprar. De su fuero interno salió de nuevo quien parecía ya no ser. Los avatares del mundo quizás fueran los culpables. Excusas, claro, excusas. Como un niño a quien se le deja elegir los juguetes que quiera de la tienda, coge uno, dos, tres y, ¡cuatro libros! El dependiente, ahora, le observa atónito. En sus ojos lee que piensa que le va a pedir consejo sobre qué libro llevarse de aquellos. Quisiera pagar. ¿Todos? Sí.

Durante el trayecto de vuelta se arrepintió. La pesada bolsa que cambiaba de mano cada cierto tiempo pudo ser la causa. Llevar peso le provoca dolores en la región lumbar. Aunque, en el fondo, le sabe muy mal haberse gastado tanto dinero. Cuando llegó a casa colocó como pudo los libros en el librero. Ya no le caben si no los pone unos encima de otros o unos delante y otros detrás. Cerró la puerta acristalada y pensó ¿cuándo los leeré? Ya no quedaba nada de aquel entusiasmo que minutos antes le había hecho volver a comprar libros en una tienda.

Esta tarde, de repente, sin aviso, el tiempo cambia. El lector observa el móvil que le indica sol y nubes. Se acaba de sentar en su rincón favorito para seguir con la lectura de los libros que lleva entre manos. Unas gotas inmensas, desperdigadas, empiezan a caer en la terraza. Junto al sofá, en la estantería, están dos de los libros que compró aquella otra tarde. Uno es de poesías. El otro es un relato no muy largo. Se los trajo a su segunda vivienda por el tamaño. Coge este último. Lo sopesa. Cree poderlo acabar de una sentada; como cuando era joven y leía los viernes por la tarde novelas cortas que acababa en un par de horas. Sí. Se decide. Los días empiezan a ser largos. Llueve ahora fuerte. La lectura avanza como la tarde. La letra es grande y las páginas pocas. Lee lo que parece una historia insípida. Sin pies ni cabeza. Ese sentimiento de reto, acabar el libro antes de que anochezca, ayuda a seguir leyendo. El autor quiere hacerle sentir lo que es ser un escritor. Las historias que escribe parecen mezclarse con su propia existencia. En algún momento siente el placer que siente un escritor cuando escribe. Y quisiera darle las gracias porque le confirma lo dichoso que es ser un lector. Y es consciente de que existe una misteriosa fuerza entre escritores y lectores que se materializa en los libros.

A pesar de que no había sucedido nada extraordinario, él se sentía como si ese día ya hubiera vivido lo suficiente y tuviera asegurado el mañana. Hoy no le era menester ningún accesorio: ni una mirada ni una conversación y menos aún una novedad. Solo descansar, cerrar los ojos y no escuchar; no hacer otra cosa que respirar. Deseaba que hubiera llegado ya la hora de dormir y no seguir fuera donde había luz sino estar a oscuras, en casa, en su cuarto. Pero le sobraba soledad; y con el tiempo creía haber experimentado todas las artes posibles de la locura hasta sentir que le estallaba la cabeza. ¿No era cierto que años atrás, cuando solía pasear solo todas las tardes por atajos y veredas sin que nadie se apercibiera de él, llegó a creer, no sin cierta angustia, que se había convertido en aire y que había dejado de existir?

 

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